Ni un yuyo, ni un número. Editorial Héctor Huergo

Impresiona cómo “la soja” se ha convertido en la metáfora de los políticos y muchos economistas (algunos militan en ambos bandos), que hablan de ella con fluidez e ignorancia en distintos idiomas… Impresiona cómo “la soja” se ha convertido en la metáfora de los políticos y muchos economistas (algunos militan en ambos bandos), que hablan de ella con fluidez e ignorancia en distintos idiomas… Lo notable es que a esta altura la acepción más próxima a la realidad era aquélla del yuyo. La presidenta eternizó el concepto y se inmoló con él. Como ya se vio en Santa Fe y Córdoba, del yuyo no se vuelve… Sin embargo, para muchos es menos que un yuyo. Pareciera que lo único que interesa es el impacto macroeconómico del precio de la soja.

 

La miden en dólares, por retenciones, por ingreso de divisas, por impacto fiscal. Poca mención de lo que significa como instrumento de desarrollo, como creación de empleo competitivo, del efecto “difusión” en toda la sociedad del interior.

 

Preferimos la teoría del yuyo, en serio. Porque la soja era imposible de lograr. Al principio, allá por los 60, “vaneaba”: vegetaba bien pero no daba frutos, se iba en vicio. Hasta que con muchos años de genética, se encontró el ciclo adecuado para cada zona. El aprendizaje en el manejo, el combate a los insectos, a las malezas, la tecnología de siembra y cosecha, la convirtió en un cultivo seguro. Un yuyo, le soplaron a Cristina y le arruinaron la vida.

 

Pero igual, duele más la visión de la soja como caja. Es mucho más que ello. La soja fue la colonizadora en la era de la conquista tecnológica. Se triplicó la producción en quince años, desde que se liberó al mercado la variedad transgénica “RR” que tanto denostaron los verdes. Al mismo tiempo, el precio internacional se duplicaba, a partir de una explosión de la demanda (fundamentalmente, de China). Este año ingresarán 25.000 millones de dólares. Cinco industrias automotrices juntas… De cada tres barcos, superando la épica de los piratas del Caribe, uno es capturado antes de salir del puerto.

 

La soja se imbrica con el maíz, a quien le abrió el camino al limpiar los campos plagados de malezas perennes, de combate imposible. El sorgo de Alepo y el gramón ya son historia. Permitió sostener la siembra de trigo, como antecesor del sistema de doble cultivo (dos cosechas en un año). Impulsó un nuevo sistema organizacional, con la agricultura continua en siembra directa, con una clase de contratistas altamente capacitados y especializados para las distintas funciones.

 

Los grandes operadores internacionales de insumos alimenticios básicos, como los granos, las harinas proteicas, los aceites, advirtieron tempranamente que venía la expansión agrícola. En feroz porfía, se posicionaron en los puertos con plantas de procesamiento de gran escala y modernidad. En dos décadas brotó el cluster agroindustrial más competitivo del mundo. En los últimos tres años, a la par de esta expansión se instalaron diez plantas de biodiesel que procesan aceite de soja. Argentina es el mayor exportador mundial de harina de soja, de aceite, de biodiesel.

 

Corriente arriba, cientos de fábricas y talleres aportan tractores, sembradoras y cosechadoras. Son competitivas por tecnología: se estableció una poderosa corriente de exportaciones a más de 40 países.

 

Corriente abajo, crece la agregación de valor convirtiendo los granos en carne de pollo, cerdo, leche, alimentos balanceados, biocombustibles.

 

Todo esto, sin otro plan que la visión de los privados, que no se achicaron frente a la sinuosa, incomprensible y caprichosa estrategia K. Un experimento que consistió en atentar contra la naturaleza de las cosas.

 

Los que vengan, o los que sigan, tendrán que entender que la soja es una metáfora que expresa la fuerza creadora del interior. No es un yuyo. Ni mucho menos, un número. Es un modelo inexorable de crecimiento. Que ya se expresa en la política. La política debiera ser más generosa con ella.

 

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