"Hay que cortar por lo sano" Editorial de Héctor Huergo en Clarín Rural del 11 de abril de 2015

 

El crecimiento de la producción agrícola argentina, entre 1996 y 2012, tuvo dos vertientes: el aumento de la superficie cultivada, y el incremento de los rindes. El área agrícola pasó de 20 a 30 millones de hectáreas (50% más). El maíz, que en los 90 rendía menos de 40 quintales por hectárea, saltaba a cerca de los 100. La soja, de 24 a 30. Así, en apenas quince años se saltó de 45 a 100 millones de toneladas.

 

Como en el mismo período los precios se duplicaron, el resultado final fue que el valor de la producción agrícola se multiplicó por cuatro: de 7.000 millones de dólares a mediados de los 90, se alcanzaron los 30.000 millones hace tres años. Con la enorme competitividad en la producción básica, más la maduración de las inversiones en el complejo agroindustrial a la vera del Paraná, a partir de las privatizaciones y desregulación portuaria de principios de los 90, surgió el cluster más competitivo del planeta en un rubro clave: la provisión de insumos básicos para la producción de proteínas animales. Veamos.

El principal producto de exportación de la Argentina no es la soja, sino la harina de soja. Con embarques por 12.000/15.000 millones de dólares anuales, la Argentina lidera el mercado mundial de este producto esencial, que habilitó la posibilidad de producir carne y lácteos en todo el mundo. Antes, la principal fuente de proteínas para el alimento balanceado que consume todo bicho que camina y va a parar al asador, era la harina de pescado. Pero los caladeros colapsaron, el precio se fue a las nubes, y la alternativa fue la harina de soja.

 

Pero las distintas especies (pollos, cerdos, ponedoras, pavos, vacunos, lecheras) no solo requieren una fuente de proteína. También necesitan energía, provista fundamentalmente por el almidón de los granos forrajeros: maíz, sorgo, trigo forrajero o de baja calidad panadera, cebada que descarta la industria cervecera. Esto es, exactamente, lo que exporta la Argentina.

 

Por eso es una muletilla torpe aquélla de que “producimos alimentos para 400 millones”. Lo que producen estas pampas es alimento para satisfacer la demanda más sofisticada, preferida por los sectores sociales que van mejorando su calidad de vida y su nivel de ingresos. Es lo que exportamos a más de cien países, la mayor parte en plena transición dietética.

 

Muchos sostienen, con buen tino, que “en lugar de” exportar estos insumos básicos, debiéramos apuntar a exportar más productos valor agregado. Esto es, más carnes de todo tipo, que no son más que maíz y harina de soja con patas o alas. Debiéramos preguntarnos por qué, a medida que avanzamos en la cadena de valor, se va diluyendo la competitividad de la producción básica. La carne vacuna sigue siendo la mayor oportunidad, y al mismo tiempo la mayor asignatura pendiente.

 

La ganadería argentina tiene herramientas para dar un gran salto tecnológico, y en alguna medida lo ha dado. Perdió 10 millones de hectáreas en manos de la agricultura, y a pesar de esto y del “efecto Moreno”, el stock de vientres se mantiene en las 20 millones de cabezas. Pero la productividad de este rodeo es baja. Irrumpió la era del engorde a corral, convirtiendo granos en carne en instalaciones modernas y eficientes. Sin embargo, toda la estructura apunta a producir animales livianos, para el consumo interno, abortando ridículamente el proceso de engorde.

La ganadería vacuna es la economía regional más extendida del país. Hay vacas de Jujuy a Tierra del Fuego. Ya escaseaba, a nivel mundial, cuando irrumpe China, que puede producir cerdos pero no criar vacas. Pululan los “steak house” (parrillas) en todo el mundo, y las más sofisticadas mienten “argentine angus”. Porque lo llevan de Brasil o Uruguay. Argentina hoy solo exporta la chatarra. La mesa está servida. Y todavía estamos a tiempo. Pero hay que cortar por lo sano.

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